Por Guy Briole
Seguir, en el siglo XXI, en la senda de una práctica tan particular como es la «Presentación de enfermos» no se justifica por el desmantelamiento de una clínica que se pierde. Eso sería nostalgia; la de restablecer una clínica de antes.
Seguir en esta vía con lo que llamaremos a partir de ahora la Presentación clínica es estar animado por el deseo de seguir teniendo al sujeto como interlocutor.
Seguir es tomar en cuenta que la transmisión del psicoanálisis no se hace en la Universidad a partir de un saber ya establecido, sino en acto, en la consulta del analista; y también compartiendo una práctica apoyada en la transferencia, abierta a participantes concernidos por la cuestión del inconsciente, susceptibles de dejarse dividir, sorprender, enseñar.
« Hablo a las paredes », dice Lacan. A estas «paredes» –las del Hospital Sainte-Anne de París– que tienen oídos, como dice la expresión proverbial, Lacan vino a hablar: dar sus Seminarios hasta 1964, impartir sus Conferencias.
Paredes detrás de las cuales hizo su MIR y donde conoció a Henry Ey y a Pierre Mâle. Allí también se encontró con Aimée, la paciente que está en el centro de su tesis publicada en 1932. Fue un encuentro decisivo para él, para su lectura de la locura, para su concepción del inconsciente. Lacan lo recuerda y le rinde homenaje, como lo hace también a todos los pacientes que en este hospital –donde fue todas las semanas, hasta el final de su vida– se han encontrado con él en lo que se llama "una presentación de enfermos", concebida por Lacan como, lo cito: "un ejercicio que consiste en escuchar a pacientes, lo cual no les ocurre en todas las esquinas"[1]. De lo que se trata en estas entrevistas es, a los pacientes, "dejarles la palabra"[2].
Si Lacan volvió a usar este ejercicio de la transmisión del saber habitual en medicina es porque la consideraba esencial para la formación de los analistas a la clínica. Es uno de los ejes del trípode que constituye la Sección Clínica de París, que abre en 1976: seminario teórico, seminario práctico y presentación de enfermos.
Antecedente y après-coup
En medicina, la enseñanza al pie del lecho del enfermo es una tradición bien establecida en la formación de los futuros médicos. Se consideraba, incluso, esta disciplina como el paradigma del compañerismo que prevalece en la transmisión de los saber haceres. Por tanto, el camino queda señalado: "Aprenderás tu oficio de aquellos a los que tendrás que tratar". Pero el que transmite sabe que un tercero es indispensable para la enseñanza: es el enfermo.
Dicho de otro modo, es en este cuerpo, el de los enfermos, donde está contenido todo el saber aprendido sobre los bancos de la facultad. En otras palabras, es en el encuentro con el enfermo donde el saber se corporeiza.
La transmisión no es obra del profesor. El profesor profesa; quien transmite es el clínico. Ocurre, pues, que coinciden transmisión y acto del clínico en la Lección clínica, en la enseñanza al pie del lecho del enfermo y en la presentación de enfermos. En el transcurso de todos esos tiempos, el paciente está allí no solamente, y es fundamental precisarlo, como aquel por medio del cual se aprende, sino como aquel en quien se pone el máximo interés y atención, para tratarlo mejor. Es el principio del staff en medicina; en la presentación de un caso se abre una discusión tanto sobre la clínica como sobre el proyecto terapéutico. Hoy en día, es el marco del "protocolo" aplicable a los datos del caso lo que lo ha sustituido; el sujeto ha quedado forcluido.
Por tanto, para hacer que la enseñanza alcance la dimensión de transmisión, es necesario este tercero del que hablábamos, y que es el enfermo.
El enfermo es el que encarna los saberes que se han de recordar, confrontar, intercambiar. Exalta el saber y da otra resonancia a la enseñanza del maestro, cuando éste se halla comprometido en el desfiladero de lo humano. Allí es donde se pueden producir las sorpresas que marcan a un clínico.
Fue al final de mis estudios, en unas prácticas de neurología donde se produjo, para mí, esta coyuntura. El servicio estaba dirigido por un maestro con mucha reputación. El sábado era el día en que examinaba a un enfermo delante de sus discípulos y internos en formación. La mesa de examen estaba allí, en el centro, solemne. Al lado y más cerca de los asistentes, había también dos sillas, una en frente de la otra. El maestro entraba y pedía silencio por respeto al enfermo. El adjunto introducía entonces al paciente en la pieza donde estábamos reunidos. El profesor lo acogía con calidez y lo invitaba a sentarse. Antes del examen neurológico completo y minucioso, comenzaba una entrevista de aproximadamente tres cuartos de hora, que versaba sobre la enfermedad, la vida del paciente, su entorno familiar y profesional. ¡Lo nunca visto, lo nunca oído! Esta manera de actuar hacía al enfermo presente de otro modo; y su enfermedad se veía, sin derogar en absoluto el rigor neurológico, inscrito en la vida de un sujeto. ¡En el acto quise ser neurólogo! No renuncié a ello más que después de dos años pasados en Chad como médico de grandes endemias. Tras los encuentros con lo real que pude hacer en la cautivadora África, otras urgencias se presentaron a mí, y la figura de Lacan suplantó a este maestro a quien he de nombrar: el profesor Bergouignan. Para ser preciso, debería completar esta observación con lo que mi inconsciente me había disimulado y que me quedó claro más tarde, en mi análisis: él había sido el que se había ocupado de mi madre cuando era niño. En una presentación de enfermos puede ocurrir muchas cosas; ¡insospechadas!.
Charcot y Freud en la Salpêtrière
¿Qué le sucedió à Freud en su encuentro con Charcot? En cuanto llegó a la Salpêtrière, Freud se quedó impresionado por la personalidad de Charcot, por sus talentos de médico y de enseñante. Por supuesto, las Lecciones de los Martes eran momentos esperados por todos, en los que el Maestro procedía a la demostración de la reproducibilidad de los síntomas de conversión, concretamente las crisis convulsivas, llamadas más tarde crisis convulsivas a la Charcot.
Para llegar a esta demostración casi científica la sola prestancia del Maestro, según el modelo del prestidigitador, no basta. Es necesario una partenaire a la altura del envite. Augustine fue este otro de Charcot, la que finalmente se prestó a él, a mantener su reputación médica.
¿Quién es Augustine? Es una joven paciente, hospitalizada a la edad de 16 años, tras sufrir una gran crisis convulsiva cuando está sirviendo la mesa de sus amos. De origen muy modesto, empleada desde muy joven, es descrita como una joven dotada de una inteligencia viva y un carácter rebelde. Las crisis comienzan a los 13 años, tras haber sido violada por un hombre que habría sido el amante de su madre. Ella inicia entonces una vida de "aventuras" y tiene varios amantes. Le gusta atraer la atención y cuida su aspecto. Desde su ingreso Charcot se fija en ella y ella se muestra con él de una docilidad que va más allá de la sugestionabilidad. Un lazo misterioso los une y ella se pone enteramente a su servicio, ilustrando maravillosamente las tesis del Profesor. De lo que sabemos de ella, no dudaba del amor de Charcot. Hospitalizada durante cerca de 12 años, ¡se dará a la fuga, disfrazada de hombre para juntarse con otro hombre! ¡Es ella la que abandona a Charcot!
Freud, el 24 de noviembre de 1885, escribe a Martha Bernays, que será su esposa un año más tarde: "ningún hombre ha tenido tanta influencia sobre mí". Hay que ponerse de acuerdo sobre eso que se llama "influencia" porque, es precisamente en contra de esta sugestión impresionante que ejercía Charcot sobre sus pacientes, sin retroceder ante una teatralidad a menudo estigmatizada por sus rivales, que Freud adoptara una posición de neutralidad. El impasse en el cual se encontraba Breuer con Anna O. acabará de confirmar en él esta orientación.
Es probable que Freud le deba también mucho a Augustine por la impresión que causó en él, en su stage en la Salpêtrière, y que le llevó a separar las manifestaciones histéricas de la organicidad. Fue el primer paso hacia esa ruptura epistemológica que fue la invención del psicoanálisis.
Lo que está en juego en este encuentro, en presencia de otros
La Presentación de los martes de Charcot es lo absolutamente opuesto a nuestra concepción de la Presentación clínica, la cual no se centra en la sugestión o la demostración, sino que está guiado por la expectativa de aprender de la palabra del paciente. Retomaré un pasaje de un texto escrito sobre este tema, El efecto de formación en la presentación de casos[3].
Cada presentación es, ella sola, una enseñanza original: ante todo para el paciente, también para el analista que conduce la entrevista y también para el público. Así pues, ninguna se parece a otra. No es un ejercicio de repetición sino mucho más, una apertura a la contingencia del encuentro.
Hacer la elección de no aplicar un saber previo a un enfermo hace que el presentador no tome al público como interlocutor: el enfermo no es el soporte de una demostración.
Cuando uno asiste a una presentación clínica, se encuentra confrontado a la enfermedad mental, al sufrimiento que un sujeto da a entender. Ocurre que uno se identifica con el paciente, con el analista, por turnos o con uno o con el otro. A veces uno intenta mantenerse a distancia de lo que oye, uno intenta escuchar situándose en el saber clínico; dejarse conmover, dividir, otras veces. Son, todas ellas, oscilaciones de posiciones subjetivas en cada participante durante la entrevista. El público hace de caja de resonancia; no siempre harmoniosamente. Es de esta desarmonía de donde se aprende alguna cosa, por lo que puede introducir como desequilibrio, tensión, discontinuidad, actos fallidos, de hecho en cuanto esta desharmonia responde, a una lógica del inconsciente. Hace falta aún que uno esté abierto a ello. Es decir que en la presentación de enfermos, no hay efecto de formación, de franqueamiento, sin efecto de transferencia.
Hacer emerger el sujeto
La transferencia no es exclusiva del psicoanálisis. En medicina está en el centro de la relación del médico con el enfermo y es fuente de muchos malentendidos. El psiquiatra, evidentemente, no escapa a la transferencia, pero ya Lacan lo interpelaba respecto a este punto en su Pequeño discurso a los psiquiatras: "el psiquiatra está, lo quiera o no, concernido. ¡Está irreductiblemente concernido!»[4] por la locura y por el que es habitado por ella. Pero la tendencia del psiquiatra moderno lo inclina cada vez más a volverse hacia la ciencia, delegando a los psicólogos la gestión de la inconfortable transferencia. Decididamente, el psiquiatra pide a la ciencia que le suministre el saber que le hará cada vez más identificarse a una posición de médico de los tiempos modernos. Ha elegido interesarse por lo que no le concierne. Quiere un saber a su disposición y se muestra de buen grado pedagogo con sus pacientes.
Es en el encuentro y a partir de una posición de no saber como se trata de hacer emerger al sujeto. No es siempre fácil, a veces ni siquiera es posible encontrar la trama, el hilo conductor de lo que fue una historia, incluso el delirio que animaba al paciente en el período agudo.
El paciente puede encontrarse vacío de intención, no se sostiene más en las palabras. Es como si la palabra hubiera perdido su función de embrague del movimiento que dan las palabras hacia el Otro.
En el hospital, en un Servicio de Psiquiatría, se habla a veces respecto a cierto paciente de una clínica empobrecida. Puede ser una razón para elegir a este paciente para la presentación. Ese que se queda en un rincón, que no suscita el interés de los cuidadores, el que se funde en la uniformidad triste de lo cotidiano, ese en el que jamás se pensaría para una presentación, ése es el que hay que proponer para esta cita con el deseo de saber y de aprender.
Si el nivel sube más, a la larga se nota en ciertos pacientes auténticas modificaciones: un vaciamiento del afecto, del impulso delirante. No queda, nota Miller, más que "el envoltorio vacío del delirio"; entonces la relación con el medicamento puede ocupar todo el sitio en la vida del paciente. Es lo que llama la "persona del tratamiento" que viene a substituir, con el tiempo, a la "persona salvaje", la cual ya no es accesible[5].
El esfuerzo de bien decir puede persistir aun sin el "impulso de decir"[6]. Se percibe perfectamente, en estos casos, que el impulso debe venir del Otro. Nos toca a nosotros sostener, en cuanto puede animarse algo de la transferencia, el interés por una parte aún –digamos– palpitante, aún animada, del sujeto. Eso es así en la práctica privada en consulta, pero también en el hospital y, por lo tanto, a fortiori, en la Presentación clínica.
El analista se encuentra, de hecho, por el lugar al que es convocado en la presentación, implicado en una transferencia que genera in situ y que puede hacer que esta parte vacía se anime, que la palabra sostenida pueda articularse de otra forma. Hay un saber hacer en la presentación que hace que los cuerpos más próximos parezcan lejanos, que las miradas no se claven, que las preguntas puedan ser subrayadas sin llegar a ser insistentes, que silencios o partes de la vida sean respetados… Es siempre con una atención constante y con tacto como se sostendrá el discurso de este sujeto.
Esto llega a ser aún más explícito cuando se pide al paciente que cuente una parte de su vida, una situación, y él no puede sostener la construcción de su historia; comienza y luego se apaga… Las palabras permanecen aisladas y una palabra no se engancha a la siguiente en una narración. Hay que saber intercalarse entre las palabras para volver a conectarlas y permitir una restitución de la cadena, sin hablar en lugar del paciente, ni sugestionarlo. He propuesto, a partir de las indicaciones de Lacan en el caso Aimée respecto a estas conversaciones con el sujeto psicótico, tanto en la práctica como en las presentaciones, hablar "sin orden ni concierto" –una manera de "sostener una palabra articulada con perspicacia y vigilancia, donde es el analista quien asegura la dirección" de la entrevista[7].
Es patente, en el tiempo de la presentación ocurren muchas cosas, movimientos transferenciales: de fuerte presencia, retraimiento, oposición, deseo de testimoniar, esfuerzo por bien decir, hacerse comprender, etc.
Todo transcurre en un tiempo breve, en el encuentro; allí mismo, en el acto. Personalmente he elegido no tener nunca conversación alguna con el paciente antes de la presentación; no intercambio más que pocas palabras con el médico o el psicólogo de referencia.
El encuentro se da allí, en presencia de todos, abierto a los riesgos de malentendidos tanto para el paciente como para el analista que conduce la entrevista. No obstante, no hay posición en espejo: el paciente está interesado en testimoniar, el psicoanalista en aprender algo de él.
Presentación versus control
En una época de control generalizado por la evaluación, donde lo vivo de la práctica no está para nada concernido a causa de la forclusión misma del sujeto, defiendo que la práctica de la presentación de enfermos es la forma moderna y dinámica de control de las prácticas en un Servicio de psiquiatría. Retomaré aquí un fragmento de un texto –"El efecto de formación en la presentación de enfermos" –, publicado en 2002, en el número 52 de la revista La Cause freudienne[8].
El control de las prácticas en instituciones sigue siendo una cuestión importante. Ninguna de las soluciones contempladas por diferentes instituciones parece permitir salir de los impasses imaginarios, los cuales no dejan de aparecer, sobre todo en las rivalidades entre el responsable institucional y el controlador. Este escollo se manifiesta tanto si el controlador ha sido elegido como si no, tanto si ha habido un procedimiento concertado en el grupo cuidador como si no.
Como alternativa propongo el buen uso, un uso renovado de la presentación de enfermos. En esta práctica todos se exponen: el presentador, en primer lugar –es "el riesgo del ejercicio"–; pero también se exponen los participantes; y, por supuesto los miembros del servicio: el médico responsable del paciente, el jefe del servicio, los otros cuidadores que han participado en la elección del enfermo y en la elaboración de esta elección. De hecho, hay, por un lado, lo que se ha transmitido y lo que queda revelado del paciente durante la entrevista, con su lote de sorpresas. Por otro, hay también lo que uno ha hecho y que, aunque a uno le haya parecido adecuado en el momento de la entrevista, puede cambiar luego de valor; y uno se encuentra implicado en otra elaboración, tomada en la dinámica de la presentación, a partir de la mirada externa al servicio.
La consecuencia es también la formación para el servicio y para todos los que participan en la presentación. En el texto citado en referencia, yo subrayaba que: si bien la formación es «permanente», los efectos de formación permanecen contingentes. De este modo no se aprende en la pasividad; esta contingencia es del orden de la implicación. Y en cuanto a este punto de la contingencia, la presentación de enfermos no difiere de los otros aspectos de la formación del analista. Además, la contingencia es también la de los pacientes, la de su reparto.
Los efectos de formación, en su contingencia, escapan a la temporalidad; y no en cada presentación pasa algo. Por lo demás, lo que pueda resultar para el colectivo no determina lo que haya resultado para cada uno.
En esto el efecto de formación guarda una cierta similitud con lo que ocurre en un análisis. El efecto puede venir de un efecto de sorpresa, de división subjetiva, que hace que haya un «antes» y un «después».
No hay teoría sin clínica
La práctica en institución es una "práctica entre varios" y la presentación de enfermos es uno de sus componentes. Tiene repercusiones sobre el paciente, por aquello que él mismo extrae de esta experiencia singular, y sobre los cuidadores que no dejarán de sentirse concernidos.
El psicoanalista trae consigo la cuestión del deseo, el deseo de saber y la de aprender del paciente; eso es lo que obstaculiza la aplicación de saberes preestablecidos a una voluntad de comprender, la cual podría llegar a "una locura de la comprensión"[9]. Así pues, al final de una presentación y después de la discusión, uno se queda con preguntas, ejes de reflexión, a veces con una orientación. Pero esta orientación no es una conducta que haya que adoptar, ni una consigna; debe ser pensada, elaborada por cada uno a partir de lo que, para él, haya resonado del paciente.
Es lo que ha fundado nuestro campo, el Campo lacaniano, el "retorno a la clínica". Este retorno podría llamarse: no hay teoría sin clínica. Una teoría que perdiese de vista esta estibación a la clínica estaría a la deriva; sería una elaboración automática: un pensar vacío. Por otro lado, no se pide al psicoanalista que sea un teórico, pero se apela a su presencia en acto.
Esta práctica, que pone la clínica en su centro, no plantea como referencia el "saber todo", o todos los saberes, que bastaría con aplicar a los pacientes sino, por el contrario, lo que hace agujero en el saber, en los saberes constituidos, y que nos pondrá a trabajar con el uno por uno de los pacientes. Es así como uno puede aprender; y, lo hemos dicho en nuestra presentación, este efecto de formación puede venir por añadidura. Jacques-Alain Miller insistía sobre "la enseñanza de los enfermos"[10].
Este abordaje es el de aquel que –lejos de la pasividad ordinaria de "el enseñado"– pone el deseo de saber en primer plano y hace de nosotros "sujetos supuestos interesarse" por los pacientes, por el sujeto psicótico, por lo que está en juego para él; y en este sentido nos coloca en situación de inventar algo a medida para cada sujeto, en función del momento o del lugar en que nos cruzamos con él.
La invención está, si se mira de cerca, incluida en aquello que nos hayamos dejado enseñar.
Es lo que quería transmitir.
Traducción : Alín Salom
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